Tarde.
Hoy decidí estrenar en público mi nuevo color de pelo, mis uñas a la francesa; y las botas de gamuza azul.
Me puse unas gotas del perfume que usa mi hija (no, no es su frasco; lo compré porque la extraño), y salí.
Caminé por la feria de anticuarios. Cincuenta puestos de objetos extraños, viejos, viejos de verdad; viejos de mentira, costosos, baratos, baratijas, limoge y plástico, bacarat y vidrio, diamantes y lentejuelas, muñecas decapitadas, cabezas sin pelos, sin un ojo, cabezas siniestras de muñecas despintadas. Autitos de tres ruedas, fotos descoloridas, medallas al mérito, pesados candados, miles de llaves sin cerradura, cerraduras sin llaves, ojos de cerradura sin ojos fisgoneando del otro lado; balanzas oxidadas, instrumental ginecológico de época (¿cuántos niños muertos? Perdón, ¿cuál es el precio de la pinza que ya no luce sangre? Lo confieso, me quedé largo rato mirando esos instrumentos de tortura, pensando en mi cuerpo, en mis hijos no nacidos, en el horror del que solo sabe una mujer.)
Desde un viejo tocadiscos un vinilo de Serrat me trajo de regreso. A esta tarde fría. Ventosa. No recuerdo qué cantaba, pero todo conspiraba para apurar mis pasos y refugiarme en el interior de mi automóvil. Tal vez para entrar en calor. Tal vez para llorar. Tal vez para dejar de buscar lo que ya no. Porque todo parecía haber formado parte de mi vida. Aquella sopera de loza, el cuello de nutria que vestía Mamina, caireles y más caireles; estatuillas chinas, el vaso de los Pitufos, ángeles comprados en un atelier de Saint-Germain-des-Prés, ¿y ésa mujer quién es? Soy yo, frente a un espejo que alguna vez tuvo un marco. Una imagen suelta de una mujer distinta que ya no sabe mirar con curiosidad. Que imagina vidas, sopas calientes tomadas haciendo ruido y con cucharita de plata; cigarrillos apagados en ceniceros de hoteles donde alguien esperó, amó, durmió, se desveló, o ella ni siquiera se presentó a la cita. Cajas y cajitas que habrán guardado tesoros parecidos a los míos y que nadie sabrá: ese barquito, ese botón, ese rosario. La pena de ver tanto pasado puesto en venta. Cuantas cosas amadas que han dejado de serlo. Y de pronto me encuentro con jades verdaderos y budas y dragones. Y una pequeña figura en madera de los tres monitos sabios: "nada oigo, nada veo, nada digo". La sabiduría de parecer tonto. Me sonreí, me acordé de vos. Pero fue una sonrisa amarga, un rictus, una mueca de dolor que a veces punza, ¿sabés? No supe hablar, no supe oír y no supe ver. Hasta que , y me pregunté porqué la mentira. Qué te llevó, que te lleva al juego de las lágrimas una y otra vez, una y otra vez. Una y otra vez.
-¿Puedo ayudarla en algo? Preguntó el anticuario.
-No. Creo que no.
El frío se había vuelto insoportable.
Me puse unas gotas del perfume que usa mi hija (no, no es su frasco; lo compré porque la extraño), y salí.
Caminé por la feria de anticuarios. Cincuenta puestos de objetos extraños, viejos, viejos de verdad; viejos de mentira, costosos, baratos, baratijas, limoge y plástico, bacarat y vidrio, diamantes y lentejuelas, muñecas decapitadas, cabezas sin pelos, sin un ojo, cabezas siniestras de muñecas despintadas. Autitos de tres ruedas, fotos descoloridas, medallas al mérito, pesados candados, miles de llaves sin cerradura, cerraduras sin llaves, ojos de cerradura sin ojos fisgoneando del otro lado; balanzas oxidadas, instrumental ginecológico de época (¿cuántos niños muertos? Perdón, ¿cuál es el precio de la pinza que ya no luce sangre? Lo confieso, me quedé largo rato mirando esos instrumentos de tortura, pensando en mi cuerpo, en mis hijos no nacidos, en el horror del que solo sabe una mujer.)
Desde un viejo tocadiscos un vinilo de Serrat me trajo de regreso. A esta tarde fría. Ventosa. No recuerdo qué cantaba, pero todo conspiraba para apurar mis pasos y refugiarme en el interior de mi automóvil. Tal vez para entrar en calor. Tal vez para llorar. Tal vez para dejar de buscar lo que ya no. Porque todo parecía haber formado parte de mi vida. Aquella sopera de loza, el cuello de nutria que vestía Mamina, caireles y más caireles; estatuillas chinas, el vaso de los Pitufos, ángeles comprados en un atelier de Saint-Germain-des-Prés, ¿y ésa mujer quién es? Soy yo, frente a un espejo que alguna vez tuvo un marco. Una imagen suelta de una mujer distinta que ya no sabe mirar con curiosidad. Que imagina vidas, sopas calientes tomadas haciendo ruido y con cucharita de plata; cigarrillos apagados en ceniceros de hoteles donde alguien esperó, amó, durmió, se desveló, o ella ni siquiera se presentó a la cita. Cajas y cajitas que habrán guardado tesoros parecidos a los míos y que nadie sabrá: ese barquito, ese botón, ese rosario. La pena de ver tanto pasado puesto en venta. Cuantas cosas amadas que han dejado de serlo. Y de pronto me encuentro con jades verdaderos y budas y dragones. Y una pequeña figura en madera de los tres monitos sabios: "nada oigo, nada veo, nada digo". La sabiduría de parecer tonto. Me sonreí, me acordé de vos. Pero fue una sonrisa amarga, un rictus, una mueca de dolor que a veces punza, ¿sabés? No supe hablar, no supe oír y no supe ver. Hasta que , y me pregunté porqué la mentira. Qué te llevó, que te lleva al juego de las lágrimas una y otra vez, una y otra vez. Una y otra vez.
-¿Puedo ayudarla en algo? Preguntó el anticuario.
-No. Creo que no.
El frío se había vuelto insoportable.