¿Hay alguien aquí?
La gente se pregunta si hay vida después de la muerte.
No lo sé.
Pero les puedo asegurar que hay vida después de la vida.
Y se siente raro.
No descorché botellas de champagne. No le di las gracias a ningún santo. No dije la consabida frase "ahora valoro cada pequeña cosa". Ni le jugué el 23 a la quiniela.
Siento que no tengo nada que festejar.
Estos días fueron de mucho dolor. El gringo y yo anduvimos como islas humanas de continente desconocido. Perdidos, cada uno, en la falta de respuestas; en la ausencia de explicaciones, apuntalando silencios y miradas húmedas.
Ni siquiera he podido consolarlo. Tampoco me permití el alivio de su compañía. No puedo. No pude.
Algo se levantó entre mí y el resto del universo.
Siento una pared de piedra helada en mi pecho. Y no cede.
Es como si trataran de explicarme qué es el amor, y no lo entendiera.
Digo cosas y no me las creo.
Me siento flotar entre dos realidades. Cierro los ojos y veo rostros que giran y espirales que se transforman en dibujos que no dicen nada y por fin todo es oscuro. Y tal vez duermo.
Me pregunto si se habrá roto algo.
En mí.
Con él.
En quien.
Daría cualquier cosa por llorar. Gritar. Romper platos.
Pero no reacciono, ni siquiera cuando me puso la cara y me dijo "golpeame".
Hoy se fue.
Armó su bolso, nos dimos un abrazo. Nos dijimos las cosas de siempre y partió con un "voy hasta la esquina a comprarte cigarrillos y vuelvo". La última mirada fue tan breve como un pestañeo.
Cerré la puerta y subí el volumen de la música. Alguna cosa que me aturda.
Alguna cosa que me haga sentir viva.
Alguna cosa que me confirme que no he muerto.
Porque todavía no escribí mi epitafio.
Y no quiero pasar por allí, y leer boludeces.
No lo sé.
Pero les puedo asegurar que hay vida después de la vida.
Y se siente raro.
No descorché botellas de champagne. No le di las gracias a ningún santo. No dije la consabida frase "ahora valoro cada pequeña cosa". Ni le jugué el 23 a la quiniela.
Siento que no tengo nada que festejar.
Estos días fueron de mucho dolor. El gringo y yo anduvimos como islas humanas de continente desconocido. Perdidos, cada uno, en la falta de respuestas; en la ausencia de explicaciones, apuntalando silencios y miradas húmedas.
Ni siquiera he podido consolarlo. Tampoco me permití el alivio de su compañía. No puedo. No pude.
Algo se levantó entre mí y el resto del universo.
Siento una pared de piedra helada en mi pecho. Y no cede.
Es como si trataran de explicarme qué es el amor, y no lo entendiera.
Digo cosas y no me las creo.
Me siento flotar entre dos realidades. Cierro los ojos y veo rostros que giran y espirales que se transforman en dibujos que no dicen nada y por fin todo es oscuro. Y tal vez duermo.
Me pregunto si se habrá roto algo.
En mí.
Con él.
En quien.
Daría cualquier cosa por llorar. Gritar. Romper platos.
Pero no reacciono, ni siquiera cuando me puso la cara y me dijo "golpeame".
Hoy se fue.
Armó su bolso, nos dimos un abrazo. Nos dijimos las cosas de siempre y partió con un "voy hasta la esquina a comprarte cigarrillos y vuelvo". La última mirada fue tan breve como un pestañeo.
Cerré la puerta y subí el volumen de la música. Alguna cosa que me aturda.
Alguna cosa que me haga sentir viva.
Alguna cosa que me confirme que no he muerto.
Porque todavía no escribí mi epitafio.
Y no quiero pasar por allí, y leer boludeces.